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viernes, 8 de abril de 2011

Sólo para gardelianos de José Gobello

(Un texto de Gobello sobre Gardel)

Escribió Quinto Horacio Flaco al comienzo de su tercera Sátira: “Todos los cantores tienen este defecto: cuando están entre amigos, aunque se les ruegue, nunca se deciden a cantar; cuando no se les pide, no hay manera de que callen”.

Juan Carlos Marambio Catán cuenta en sus memorias (60 años de tango, Freeland, 1973, p. 155) que una tarde de 1924, a pedido de José Razzano, fue al departamento que este tenía sobre la calle Suipacha entre Lavalle y Tucumán, vereda oeste, para pasarle a Gardel el tango Príncipe, de Anselmo Aieta y Francisco García Jiménez, que él había estrenado.

Dice que cuando llegó, “ya estaban Razzano, Gardel, el Negro Ricardo, Barbieri y el Negro Vives (este fue un permanente colaborador de Gardel-Razzano, nadie se acuerda de este eficaz ejecutante del bandoneón y la guitarra”.

Y agrega: “La reunión se transformó en una tertulia de bulín, se contaron cuentos, se mateó, copas, chistes, en fin, después de un rato recién iniciamos el trabajo que nos reunía. Canté el tango, escuchaba atento, mientras Ricardo y Barbieri iban siguiendo buscando tonos y tratando de retener la melodía, pero indudablemente que era un poco dificultoso porque es un tango que en realidad en esa época resultaba un poco raro por su estructura, de modo que después de un rato quedamos de acuerdo en que yo le mandaría a Gardel una parte de piano y en esa forma podría darle una interpretación exacta a la obra”.

“Cantó Razzano y cantó Gardel algunas cosas con un entusiasmo real, porque este hombre cuando estaba en una reunión de bulín ponía el mismo calor que si estuviera ante un público que había pagado la entrada”.

“Ese día recibí una sorpresa, el gran cantor me dijo casi al final de la reunión: ‘Escuche, Catán, la última novedad que tengo’ (en aquella época no se usaba con tanta asiduidad la desagradable costumbre actual del tuteo indiscriminado), y me empezó a cantar una verdadera joya que sobrevive a través de los años, Silbando. Cuando terminó, lo felicité sinceramente y me dijo: ‘Hagáselo pasar con Barbieri. Este tango puede echárselo al hombro y caminar mucho tiempo con seguridad de éxito donde lo cante’”.


José Gobello


José Gobello se refiere al conchero


(Este texto lo envió por Email el Presidente de la Academia del Lunfardo, Don José Gobello. Otro detalle a subrayar, la foto del conchero fue copiada de un aviso de Mercado Libre, que la ofrece con estas palabras: Conchero de Vedette, precio 60 pesos. Ahora sí el magnífico texto de Gobello)

ACERCA DEL CONCHERO

El primer cometido de la Academia Porteña del Lunfardo consiste en registrar los cambios que se producen en el habla de Buenos Aires. Los más frecuentes son, me parece, los del léxico, y, mal que mal, en nuestras mil setecientas comunicaciones se anotan y analizan no pocos de ellos.

Una de las voces que se han incorporado en nuestra compleja y abigarrada coiné porteña es conchero. La escuché, hace pocas semanas, de boca de una linda rubita que la repitió varias veces con un mohín falluto desde la pantalla de televisión. Poco después me llegó nuevamente, desde el receptor radiofónico, pero en la voz de una importante comunicadora de buen discurso, que la repetía eufórica y jubilosa, tal como Arquímedes debió de repetir “eureka, eureka”.

Conchero ha dado en llamarse a un escueto y suntuoso triángulo de tela que se aplica sobre la parte exterior de la vagina –que en turpiloquio se llama cariñosamente cachucha o cotorra, y, más grotescamente, concha– en tanto el resto del cuerpo queda a la vista. De concha procede conchero. El doctor Conde, por varios cuerpos el mayor lunfardólogo a mano, recuerda que esa denominación metaforiza el español concha ‘cubierta de los moluscos’. La concha está compuesta por dos valvas, y este término, como quiera que fuere, es parónimo de vulva.

El conchero (ignoro su nombre argótico) fue traído junto al top-less por las niñas del Folies Bergère. Así ha tenido la bondad de recordármelo don Rómulo Berruti, profundo sabedor de cuanto atañe al fascinante territorio de las bambalinas. Recuerdo la presentación del Ópera, en 1954, pero más aún recuerdo a una de aquellas señoritas, Xenia Monti, que poco más tarde se presentó en el Maipo. Por supuesto, llevaba un conchero luminoso: tenía un cuerpo bellísimo y escamotearle un solo centímetro de su piel a la ansiedad de los espectadores habría sido una defraudación imperdonable.

Concha es término del pueblo bajo de Buenos Aires, cargado de arrogante obscenidad. Quienes busquen una prueba de ello solo deben leer el coplerío prostibulario que recogió el antropólogo alemán Robert Lehmann-Nitsche por los quecos de la Ensenada a fines de la década de 1911.

Para acreditarse como voz lunfarda, conchero no tiene más que argüir su origen. En cuanto a si es mala palabra o no lo es, insisto en que las malas palabras no existen, contrariamente a lo que pretendía el gran Ángel Rosenblat, porque ninguna es tal fuera de su contexto. Pero si no hay malas palabras, hay, en cambio, palabras sucias –como mierda–, palabras feas –como escuerzo, italianizada por Canaro para llegar de rospo al tango arrespe de Tita–, palabras bellas –como alhucema–, dulces, como arrullo, y horribles, como estupro o pudrir.

Cuando no existía el conchero, tampoco existía su nombre. Nélida Roca –según me informa don Rómulo–, aunque ya tenía años en el escenario, no lo usó nunca. Prefería prendas más escondedoras o tal vez más abrigadas. No dudo de que, antes de mucho tiempo, se convertirá en un tecnicismo; habrá pasado a la tecnología del bataclán. A mí todavía me suena chocante, pero ya se me va a pasar.

José Gobello