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martes, 20 de mayo de 2014

Posiciones físicas, fracturas psíquicas


Entiendo que hacer zazen pone en juego la entereza y desafía la lucidez de quién lo practica; como también desarrolla la capacidad de observarse y  corregirse; como uno suele hacer en la vida. Prueba y error.

Hacer zazen es un trabajo o si la palabra trabajo se interpreta como una forma de padecimiento, de imposición, la cambiaría por la palabra “ensayo”. Sería algo así como una actividad que demanda un esfuerzo distinto cada vez que se realiza esa tarea. Cada sesión no es igual a la anterior, es distinta, no es repetitiva, aunque la posición de zazen parezca una e inalterable.  A veces, al concluir el zazen uno siente que todo transcurrió correctamente y, otras veces algo falló, algo dolió, algo dispersó la mente hacía quién sabe dónde, y ese momento, ese error, aunque parezca perdido es el más valioso en la práctica que cuando todo estuvo bien y aparentemente fluyó sin inconvenientes. No se trata de reivindicar el sufrimiento como una forma de enseñanza, pero en zazen pareciera que la ganancia la ofrece el inconveniente que sigue exigiendo todavía algo más para descubrir en uno y para uno.
Ya que no hay un lugar donde llegar, una meta que alcanzar, la práctica es una función continuada, como eran los cines en los 40 y 50. Aunque debe aclararse un punto fundamental, ya que al citar espectáculos y el cine puede prestarse a confusión: adoptar el zen es también una manera de abandonar el rol de espectador de la vida, uno se vuelve protagonista.
Un camino sin final. Por eso el publicitado satori es en realidad un parador en el camino al que se le debe temer más que desearlo, porque puede ser una tentación para creer que ya no hay nada más que buscar. 

O sea: Zazen es como el ensayo de una obra que no se va a estrenar nunca y cuando fallo es cuando más puedo aprender.

Una vez me contaron cómo los directores norteamericanos preparan la puesta de un musical.
El director les indica a los artistas cada movimiento en el escenario, la cantidad de pasos, las posiciones, hasta los gestos, puntuaciones y silencios del texto. Es un dictador que obliga a obedecerlo tanto en los cuadros musicales como en los dialogados. Al principio los artistas deben ceñirse a ese plan sin expresar la menor resistencia ni queja. Me recuerda el voto que San Ignacio impuso a sus hombres “obedecer como cadáveres”. Tan bien o tan particularmente respetada esta promesa que siempre hubo algún Jesuita detrás de los cambios sociales, las revoluciones o los grandes tembladerales de la historia. Obedecer como cadáveres en un film de muertos vivos. Pareciera que una exigencia extrema lo lleva a uno a asimilarse con lo contrario. Y esto lleva a dos versos de una la milonga de Atahualpa Yupanqui, Los Hermanos, que definen, para mí, la dinámica del zen: Cuando parece más cerca es cuando se aleja más.

El zen, en su aparente quietud, no deja de ser un destructor de absolutos y de toda la parafernalia que hemos aprendido como hijos y como seres sociales.

Volviendo al musical:

Finalmente, cuando el bailarín-actor asimila mecánicamente las propuestas del director, éste los libera, les permite que improvisen.
El zazen no posee la dinámica externa del musical, pero sigue la idea de un cuerpo que al adoptar una posición dada le sirve de cause al río de la mente y ésta, a su vez, impacta sobre el cuerpo en una dialéctica transformadora y beneficiosa para ambos.

En la posición de zazen se “actúa” la posición propuesta por el maestro, -los maestros-, y en las continuas sentadas el zenista alcanza con su cuerpo y su mente la mejor posición que se ajuste a las profundas necesidades de su realidad, tendiendo al bienestar de sí mismo.

O sea: mi cuerpo y mi mente buscan encontrarse para que ambas fluyan en su mejor sentido. Sólo eso. Pero tanto el cuerpo como mi mente son algo elástico, flexible y modelable, situación aprovechada por nuestros padres, por la sociedad, por cualquiera. El zen es una buena propuesta para modelarse pero a sí mismo.

El zen rechaza las posiciones rígidas, o los pensamientos rígidos. A primera vista no lo parece, pero el zenista está en ebullición, diría a punto de estallar y no lo hace, pero lo busca. Este gataflorismo es necesario para no anquilosarse y tampoco para no destruirse.

Un ejemplo de todo lo contrario al zazen lo representa el  sistema propuesto  por el doctor Daniel Gottlob Moritz Schreber, un médico ortopedista que suponía que el cuerpo debía adoptar (alcanzar) posiciones correctas, verdaderas; agregaría absolutas para su buen desempeño social.

 Para eso, ideó una serie de aparatos correctores parecidos a artilugios de tortura medieval, donde debía colocarse a los niños, así sus cuerpos se ajustaban a lo que la sociedad alemana de su época consideraba lo correcto. Schreber estaba convencido de que corrigiendo la posición corporal se sanaba cualquier desviación social. Con esta idea diseñó unos arneses que sostenían el tronco para mantenerlo erguido a la hora de comer, unas fajas de hierro para enderezar la columna y correas que sujetaban las manos, tanto de los varones como de las niñas, para impedir que al estar acostados en la cama se tocaran su sexo y pudieran masturbarse.
En la actualidad, con el nombre de Schreber (refiriéndose al padre) se denominan unos espacios verdes donde las familias pueden pasar los fines de semana en contacto con la naturaleza.
Pero a nivel internacional, Moritz Schreber, es más recordado por haber sido el padre del juez Daniel Paul Schreber, cuya enfermedad es un buen ejemplo de los efectos que tenían los aparatos de su padre en una criatura.

La fama de Daniel Paul Schreber le debe mucho a Sigmund Freud que realizó un estudio sobre su autobiografía, titulada “Memorias de un enfermo de los nervios”. Lo más interesante de este texto es que Daniel Schreber cuenta su enfermedad desde la enfermedad misma, o sea que un loco expresa lo que sufre y piensa desde su propia locura.
Schreber cuenta como un día, poco después de ser nombrado juez de un importante distrito, y estar particularmente estresado sintió que las  fibras nerviosas de su cuerpo se convertían en cables que subían al cielo y, a través de ellos, Dios lo obligaba a transformarse en mujer. Esta transformación, describe, resultaba dolorosísimo, provocándole convulsiones o sumiéndolo en una parálisis estatuaria que se relaciona directamente a los aparatos ortopédicos de su padre.
Otras manifestaciones de su enfermedad era emitir gritos “femeninos” durante toda la noche. Para el bien del afectado y, seguramente, la tranquilidad del vecindario fue internado en un hospicio, donde las cosas no mejoraron para Schreber.
A las aberraciones cometidas por Dios sobre su cuerpo se sumó una serie de vejaciones perpetradas por su psiquiatra. Aparentemente el médico, cuenta Schreber, lo hipnotizaba con el único fin de entregarlo a un grupo de enfermeros que lo sodomizaba en medio de risas y aplausos.

Finalmente su familia decidió realizar los trámites legales para poder disponer de los bienes de Daniel Schreber. Es aquí donde se produjo algo increíble y es que el mismo Schreber asumió su defensa. Y lo hizo justificando su estado al capricho de Dios de transformarlo en mujer y a la picardía de su psiquiatra (y a los enfermeros, suponemos). Con estos argumentos alterados terminó por ganar el juicio. Lo que demuestra que para los alemanes de esa época, próximos a la Alemania hitlerista, un argumento potente y correctamente expresado, por disparatado que fuera, podía considerarse una verdad. Claro, una verdad de esa Alemania que terminaría en manos del peor de ellos.

El ejemplo de Schreber podría servir también para explicar el Japón Imperial que termina en Hiroshima y Nagasaki y donde, de manera todavía más directa, cierta clase de zen, parecido a los aparatos de Schreber padre, se volvió un instrumento de ideas tan rígidas como las de Schreber.

Otra posibilidad que veo en el zen es su condición de ser liberador para quien lo practica. Siempre y cuando se asuma que liberarse es un estado donde se construye paso a paso la realidad, sin prejuicios ni sujeciones, pero atentos a la responsabilidad que conlleva ese hacerse mientras se vive.

Algo más: la práctica del zazen permite vencer el miedo que es el principal enemigo del ser humano para su desarrollo en libertad.