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viernes, 8 de abril de 2011

José Gobello se refiere al conchero


(Este texto lo envió por Email el Presidente de la Academia del Lunfardo, Don José Gobello. Otro detalle a subrayar, la foto del conchero fue copiada de un aviso de Mercado Libre, que la ofrece con estas palabras: Conchero de Vedette, precio 60 pesos. Ahora sí el magnífico texto de Gobello)

ACERCA DEL CONCHERO

El primer cometido de la Academia Porteña del Lunfardo consiste en registrar los cambios que se producen en el habla de Buenos Aires. Los más frecuentes son, me parece, los del léxico, y, mal que mal, en nuestras mil setecientas comunicaciones se anotan y analizan no pocos de ellos.

Una de las voces que se han incorporado en nuestra compleja y abigarrada coiné porteña es conchero. La escuché, hace pocas semanas, de boca de una linda rubita que la repitió varias veces con un mohín falluto desde la pantalla de televisión. Poco después me llegó nuevamente, desde el receptor radiofónico, pero en la voz de una importante comunicadora de buen discurso, que la repetía eufórica y jubilosa, tal como Arquímedes debió de repetir “eureka, eureka”.

Conchero ha dado en llamarse a un escueto y suntuoso triángulo de tela que se aplica sobre la parte exterior de la vagina –que en turpiloquio se llama cariñosamente cachucha o cotorra, y, más grotescamente, concha– en tanto el resto del cuerpo queda a la vista. De concha procede conchero. El doctor Conde, por varios cuerpos el mayor lunfardólogo a mano, recuerda que esa denominación metaforiza el español concha ‘cubierta de los moluscos’. La concha está compuesta por dos valvas, y este término, como quiera que fuere, es parónimo de vulva.

El conchero (ignoro su nombre argótico) fue traído junto al top-less por las niñas del Folies Bergère. Así ha tenido la bondad de recordármelo don Rómulo Berruti, profundo sabedor de cuanto atañe al fascinante territorio de las bambalinas. Recuerdo la presentación del Ópera, en 1954, pero más aún recuerdo a una de aquellas señoritas, Xenia Monti, que poco más tarde se presentó en el Maipo. Por supuesto, llevaba un conchero luminoso: tenía un cuerpo bellísimo y escamotearle un solo centímetro de su piel a la ansiedad de los espectadores habría sido una defraudación imperdonable.

Concha es término del pueblo bajo de Buenos Aires, cargado de arrogante obscenidad. Quienes busquen una prueba de ello solo deben leer el coplerío prostibulario que recogió el antropólogo alemán Robert Lehmann-Nitsche por los quecos de la Ensenada a fines de la década de 1911.

Para acreditarse como voz lunfarda, conchero no tiene más que argüir su origen. En cuanto a si es mala palabra o no lo es, insisto en que las malas palabras no existen, contrariamente a lo que pretendía el gran Ángel Rosenblat, porque ninguna es tal fuera de su contexto. Pero si no hay malas palabras, hay, en cambio, palabras sucias –como mierda–, palabras feas –como escuerzo, italianizada por Canaro para llegar de rospo al tango arrespe de Tita–, palabras bellas –como alhucema–, dulces, como arrullo, y horribles, como estupro o pudrir.

Cuando no existía el conchero, tampoco existía su nombre. Nélida Roca –según me informa don Rómulo–, aunque ya tenía años en el escenario, no lo usó nunca. Prefería prendas más escondedoras o tal vez más abrigadas. No dudo de que, antes de mucho tiempo, se convertirá en un tecnicismo; habrá pasado a la tecnología del bataclán. A mí todavía me suena chocante, pero ya se me va a pasar.

José Gobello



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