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lunes, 24 de noviembre de 2008

De brujas y exorcismos



Me acuerdo de esa mujer que se llamaba a sí mismo"sanadora", aunque era una brujade bruja a secas. La mujer estaba casada con un hombre que tenía cara de monaguillo y por lo que contaron luego había sido seminarista pero, supongo, en algún momento mostró cierta desviación mental y se lo sacaron de encima. La iglesia en ese sentido sólo permite un solo argumento irracional y de eso vive. La mujer utilizaba unas usadísimas y engrasadas cartas españolas para adivinar presente, pasado y futuro del consultante. Generalmente toda persona padecía algúna maldad de un familiar o pareja y obligaba a realizar una terapia que consistía en llevarle una foto para que la mujer en una especie de confesionario instalado en la terraza de su casa realizara una ceremonia de exorcismo cuyo buen resultado quedaba registrado cuando en la foto mostraba una especie de manchón provocado por una quemadura. Algo que no era extraño ya que en ese confesionario había cinco velas encendidas, aunque la mujer juraba que ese manchón nada tenía que ver con las cinco llamas.

Si ese exorcismo fracasaba el que tomaba cartas en el asunto era el marido. Este poseía un cuartito que parecía un consultorio con camilla y todo, sólo que en una mesa aparecían nuevamente las velas: de tres colores diferentes. El hombre me explicó que el primer "tratamiento" consistía en una serie de rezos que alejaban el mal y podía realizarse sin la presencia del consultante. Para cerciorarse de que estas oraciones habían cumplido acabadamente su cometido se encendían dos velas que, en cierta manera, corrían una carrera, si una de las velas se consumía más rápido que la otra el mal había expirado pero si era al revés había que seguir "trabajando" para ahuyentar el mal. El segundo tratamiento se realizaba con el perjudicado presente y acostado en la camilla. El hombre se negó a dar mayores detalles pero sólo agregó que debía vestirse con una sotana y utilizar agua bendita. Esta gente se veía a sí mismo como médicos y actuaban y se movían como tales. En el momento que los entrevistaba llegó una pareja y la mujer, resignada, me dijo: "Ay, pobre gente. Te dejo un ratito porque tengo una urgencia". Y se fue media hora. Cuando volvió sonreía satisfecha: "le había dado paz".

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