Entiendo que hacer zazen pone
en juego la entereza y desafía la lucidez de quién lo practica; como también desarrolla
la capacidad de observarse y corregirse;
como uno suele hacer en la vida. Prueba y error.
Hacer zazen es un trabajo o
si la palabra trabajo se interpreta como una forma de padecimiento, de
imposición, la cambiaría por la palabra “ensayo”. Sería algo así como una actividad
que demanda un esfuerzo distinto cada vez que se realiza esa tarea. Cada sesión
no es igual a la anterior, es distinta, no es repetitiva, aunque la posición de
zazen parezca una e inalterable. A
veces, al concluir el zazen uno siente que todo transcurrió correctamente y,
otras veces algo falló, algo dolió, algo dispersó la mente hacía quién sabe dónde,
y ese momento, ese error, aunque parezca perdido es el más valioso en la
práctica que cuando todo estuvo bien y aparentemente fluyó sin inconvenientes.
No se trata de reivindicar el sufrimiento como una forma de enseñanza, pero en
zazen pareciera que la ganancia la ofrece el inconveniente que sigue exigiendo todavía
algo más para descubrir en uno y para uno.
Ya que no hay un lugar donde
llegar, una meta que alcanzar, la práctica es una función continuada, como eran
los cines en los 40 y 50. Aunque debe aclararse un punto fundamental, ya que al
citar espectáculos y el cine puede prestarse a confusión: adoptar el zen es
también una manera de abandonar el rol de espectador de la vida, uno se vuelve
protagonista.
Un camino sin final. Por eso
el publicitado satori es en realidad un parador en el camino al que se le debe
temer más que desearlo, porque puede ser una tentación para creer que ya no hay
nada más que buscar.
O sea: Zazen es como el ensayo
de una obra que no se va a estrenar nunca y cuando fallo es cuando más puedo
aprender.
Una vez me contaron cómo los directores
norteamericanos preparan la puesta de un musical.
El director les indica a los
artistas cada movimiento en el escenario, la cantidad de pasos, las posiciones,
hasta los gestos, puntuaciones y silencios del texto. Es un dictador que obliga
a obedecerlo tanto en los cuadros musicales como en los dialogados. Al
principio los artistas deben ceñirse a ese plan sin expresar la menor
resistencia ni queja. Me recuerda el voto que San Ignacio impuso a sus hombres
“obedecer como cadáveres”. Tan bien o tan particularmente respetada esta
promesa que siempre hubo algún Jesuita detrás de los cambios sociales, las
revoluciones o los grandes tembladerales de la historia. Obedecer como
cadáveres en un film de muertos vivos. Pareciera que una exigencia extrema lo
lleva a uno a asimilarse con lo contrario. Y esto lleva a dos versos de una la
milonga de Atahualpa Yupanqui, Los Hermanos, que definen, para mí, la dinámica
del zen: Cuando parece más cerca es cuando se aleja más.
El zen, en su aparente
quietud, no deja de ser un destructor de absolutos y de toda la parafernalia
que hemos aprendido como hijos y como seres sociales.
Volviendo al musical:
Finalmente, cuando el
bailarín-actor asimila mecánicamente las propuestas del director, éste los
libera, les permite que improvisen.
El zazen no posee la dinámica
externa del musical, pero sigue la idea de un cuerpo que al adoptar una
posición dada le sirve de cause al río de la mente y ésta, a su vez, impacta
sobre el cuerpo en una dialéctica transformadora y beneficiosa para ambos.
En la posición de zazen se “actúa”
la posición propuesta por el maestro, -los maestros-, y en las continuas
sentadas el zenista alcanza con su cuerpo y su mente la mejor posición que se
ajuste a las profundas necesidades de su realidad, tendiendo al bienestar de sí
mismo.
O sea: mi cuerpo y mi mente
buscan encontrarse para que ambas fluyan en su mejor sentido. Sólo eso. Pero
tanto el cuerpo como mi mente son algo elástico, flexible y modelable, situación
aprovechada por nuestros padres, por la sociedad, por cualquiera. El zen es una
buena propuesta para modelarse pero a sí mismo.
El zen rechaza las posiciones
rígidas, o los pensamientos rígidos. A primera vista no lo parece, pero el
zenista está en ebullición, diría a punto de estallar y no lo hace, pero lo
busca. Este gataflorismo es necesario para no anquilosarse y tampoco para no
destruirse.
Un ejemplo de todo lo
contrario al zazen lo representa el
sistema propuesto por el doctor Daniel
Gottlob Moritz Schreber, un médico ortopedista que suponía que el cuerpo debía
adoptar (alcanzar) posiciones correctas, verdaderas; agregaría absolutas para
su buen desempeño social.
Para eso, ideó una serie de aparatos
correctores parecidos a artilugios de tortura medieval, donde debía colocarse a
los niños, así sus cuerpos se ajustaban a lo que la sociedad alemana de su
época consideraba lo correcto. Schreber estaba convencido de que corrigiendo la
posición corporal se sanaba cualquier desviación social. Con esta idea diseñó unos
arneses que sostenían el tronco para mantenerlo erguido a la hora de comer, unas
fajas de hierro para enderezar la columna y correas que sujetaban las manos,
tanto de los varones como de las niñas, para impedir que al estar acostados en
la cama se tocaran su sexo y pudieran masturbarse.
En la actualidad, con el
nombre de Schreber (refiriéndose al padre) se denominan unos espacios verdes donde
las familias pueden pasar los fines de semana en contacto con la naturaleza.
Pero a nivel internacional, Moritz
Schreber, es más recordado por haber sido el padre del juez Daniel Paul
Schreber, cuya enfermedad es un buen ejemplo de los efectos que tenían los
aparatos de su padre en una criatura.
La fama de Daniel Paul
Schreber le debe mucho a Sigmund Freud que realizó un estudio sobre su
autobiografía, titulada “Memorias de un enfermo de los nervios”. Lo más
interesante de este texto es que Daniel Schreber cuenta su enfermedad desde la
enfermedad misma, o sea que un loco expresa lo que sufre y piensa desde su
propia locura.
Schreber cuenta como un día,
poco después de ser nombrado juez de un importante distrito, y estar
particularmente estresado sintió que las
fibras nerviosas de su cuerpo se convertían en cables que subían al
cielo y, a través de ellos, Dios lo obligaba a transformarse en mujer. Esta transformación,
describe, resultaba dolorosísimo, provocándole convulsiones o sumiéndolo en una
parálisis estatuaria que se relaciona directamente a los aparatos ortopédicos
de su padre.
Otras manifestaciones de su
enfermedad era emitir gritos “femeninos” durante toda la noche. Para el bien
del afectado y, seguramente, la tranquilidad del vecindario fue internado en un
hospicio, donde las cosas no mejoraron para Schreber.
A las aberraciones cometidas
por Dios sobre su cuerpo se sumó una serie de vejaciones perpetradas por su psiquiatra.
Aparentemente el médico, cuenta Schreber, lo hipnotizaba con el único fin de
entregarlo a un grupo de enfermeros que lo sodomizaba en medio de risas y aplausos.
Finalmente su familia decidió
realizar los trámites legales para poder disponer de los bienes de Daniel
Schreber. Es aquí donde se produjo algo increíble y es que el mismo Schreber
asumió su defensa. Y lo hizo justificando su estado al capricho de Dios de
transformarlo en mujer y a la picardía de su psiquiatra (y a los enfermeros,
suponemos). Con estos argumentos alterados terminó por ganar el juicio. Lo que
demuestra que para los alemanes de esa época, próximos a la Alemania
hitlerista, un argumento potente y correctamente expresado, por disparatado que
fuera, podía considerarse una verdad. Claro, una verdad de esa Alemania que
terminaría en manos del peor de ellos.
El ejemplo de Schreber podría
servir también para explicar el Japón Imperial que termina en Hiroshima y
Nagasaki y donde, de manera todavía más directa, cierta clase de zen, parecido
a los aparatos de Schreber padre, se volvió un instrumento de ideas tan rígidas
como las de Schreber.
Otra posibilidad que veo en
el zen es su condición de ser liberador para quien lo practica. Siempre y
cuando se asuma que liberarse es un estado donde se construye paso a paso la
realidad, sin prejuicios ni sujeciones, pero atentos a la responsabilidad que
conlleva ese hacerse mientras se vive.
Algo más: la práctica del
zazen permite vencer el miedo que es el principal enemigo del ser humano para
su desarrollo en libertad.